Aprovecho es espacio Árbol de Miradas para publicar un cuento corto de mi autoría que deseo compartir con mis lectores.
El Asco Perdido
A veces se nos ocurre cada cosa, uno mismo se sorprende por
algo que sucedió y de repente desencadena o trae consigo hermosas evocaciones
que rondan en el pensamiento, pero en un instante inesperado dicha idea fluye y
motiva a sacarla a flote. A finales de los años noventas del siglo pasado e
inicios de los dos mil experimenté un fuerte deseo de conocer acerca de
literatura centroamericana, en especial me interesaba la narrativa, entre otros
libros llegó mis manos El Asco, una novela corta del salvadoreño Horacio Castellanos
Moya. Leer sobre aquel individuo acostumbrado a vivir en Canadá, que volvió a El
Salvador únicamente para acompañar a su madre a la sepultura, y al llegar de
nuevo a su país de origen todo le parecía insoportable: detestaba la gente, las
costumbres, sus formas de idiosincrasia, todo le repugnaba, fue la oportunidad
para engancharme con una manera muy singular de escribir crítica social -a la manera
de cómo la escribiría Thomás Bernhard, si estuviera en San Salvador.
Estos días me invadió de nuevo el deseo de ojear esas
páginas tan cargadas de fastidio, buscando quizás algún estímulo singular que retara
mis fuerzas para concluir el 2014, por lo que al salir de casa para ir a la
universidad, tomé el primer libro encontrado cerca y era éste precisamente.
En la actualidad trabajo solo un par de horas a la semana
impartiendo un curso, como debo abordar el autobús para desplazarme a la
capital, lo hago muy temprano en la mañana, aclaro que no me gusta conducir el
auto pues termino doblemente estrazado, prefiero el transporte público con lo
lento que es, pero puedo leer durante el recorrido. Ese día lloviznaba, hacía
frío, la calle estaba enlodada por el paso de los autos, tenía que sostener con
dificultad el paraguas, la mochila y el libro. Me dirigí a la parada de buses,
al sentarme y querer leer, como suelo hacerlo, ese libro ya no estaba, lo
busqué en la mochila donde llevo mis cosas, pero nada, lo había perdido cuando
salí de casa o llegando a la parada, o quizás, pensé, creí traerlo pero no fue
así, a veces la imaginación traiciona al recuerdo. ¡Bueno, perdí El Asco!, me
dije con pesar, perturbado. Me dispuse entonces a aprovechar el tiempo del recorrido
–una hora y treinta minutos aproximadamente-, y como suelo hacerlo cuando no leo,
espío qué hacen los demás pasajeros: algunos van concentrados en sus celulares
o tablex, algunos traen libros, otros escuchan música o conversan con quien
viaja al lado, e incluso, las damas aprovechan el tiempo para ponerle truco a
sus finas facciones. En los congestionamientos, cuando los autobuses se
detienen uno al lado del otro, aprovecho para cerciorarme si quienes viajan
hacen lo mismo, por lo general sí, todos o en su mayoría ponen una cara de fastidio
o ansiosa irritación.
Ese día resentí durante todo el viaje la lectura, pero
recordé que unos días antes había puesto ese libro entre mis cosas para ir a
una reunión en que conocí a varias personalidades importantes, como no traía en
ese momento nada en qué escribir teléfonos, dirección de correos electrónicos, entonces
anoté los datos de dos personas que me presentaron en la parte trasera, en la
última. ¡¿Perdí El Asco?! Me repetía algo enfadado conmigo mismo esa mañana.
Son de esas pertenencias difíciles de conseguir, me ha pasado con otros libros,
en ese momento evoqué Memorias de Adriano reescritas por Margherite Yurcenard
–traducción italiana-, que me obsequió una querida amiga en mis tiempos de
estudiante, jamás pude terminarlo debido a una situación deplorable pues en una
urgencia, durante un largo viaje en autobús, al llegar a una de las paradas, en
el servicio no había papel sanitario y debí arrancar las hojas finales; ¡qué
pena admitirlo!, sin embargo, lo compré días después en su traducción española,
lo he releído disfrutando cada vez que llega a mis manos.
Mi clase tiene una duración de una hora cuarenta minutos, al
terminar, abrí el correo electrónico para revisar si por caso había llegado algo
nuevo, y sí, era un correo de una de las personas que conocí en aquella reunión.
Ella me avisaba que alguien desconocido, la había llamado por teléfono para
informarle que encontró un libro donde estaban sus datos, le informaba que
aunque estaba dañado, sobre todo en la cubierta, pues lo halló todo mojado, quizás
secándolo podría servir pues dentro estaba intacto. Ifigenia, mi nueva amiga,
recordó que el día de la reunión yo escribí sus datos en la parte trasera, por
lo que supuso que era a ese libro en particular al que se refería quien la
llamó, pensando que ella era la dueña, dándole el número de su celular, el cual
me pasó en el correo para que yo lo recuperara.
¡Vaya!, ¡qué emoción! Ni lerdo ni perezoso, visto que lo
extrañaba, llamé a aquel desconocido quien me informó cómo podía recogerlo. ¡Pero
qué sorpresa!, aquel quien lo recogió era uno de mis sobrinos, al escuchar mi
voz me reconoció y me dijo: -¡Ah, tío, era usted, ja, ja! Él lo encontró tirado
en la calle, como dije, embarrialado, con la cubierta molida porque algunos
autos le pasaron por encima.
En la vida todo tiene un sentido, nada sucede porque sí, hay
algo de fondo que debemos entretejer para culminar la acción, pensé, pues toda
acción atrae su reacción. Comencé a atar cabos sueltos, por un lado entra en
escena Ifigenia, una notable profesional de la arqueología quien investiga
sobre las esferas de piedra del Valle del Diquís, en la zona Sur del país, recién
fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por parte de UNESCO. La pérdida y
encuentro del libro me acerca más a ella, por su deferencia al contribuir a
recuperarlo. El otro cabo suelto es Jorge, mi sobrino, quien precisamente
quería evitar en esos días pues había vencido el equipo de fútbol de su
preferencia, y en verdad, siempre que ganan se ponen muy antipáticos, pero ese
día tuve que agradecerle al demostrar sus buenos hábitos al devolvérmelo; cosa
que casi nadie hace hoy en día, me dije, agradecido con él.
El otro signo de la incógnita sobre esta situación de la pérdida
y recuperación de esta novela corta, era su autor, Horacio Castellanos Moya, a
quien no conozco pero sí me hubiese agradado relatarle la experiencia, aunque
quizás no le interese o estará tan sumido en sus quehaceres de escritor que no
quiera ser molestado. Al hacer el intento de buscarlo, indagué en redes
sociales pues como decía un viejo amigo mío, Carlos: “si conviene, trae fuerza”.
Tomé de inmediato el celular y abrí Facebook para teclear las letras de su
nombre y apellidos, encontré dos páginas, una con foto y biografía; dice que
los últimos años ejerce el periodismo en México, que vivió en Canadá pero
realmente su vida transcurre lejos de su natal San Salvador. También comenta
que experiencia cierto hermetismo, pues le hacen llamadas amenazándolo de
muerte por su tan singular abordaje a la crítica, trasfondo de su mencionada
novela. Hasta aquí llego con el relato, y será quizás inconcluso, pues no tengo
ninguna seguridad de que el autor responda. Lo bueno de todo es que finalmente El
Asco volvió a mis manos, aunque hecho literalmente un asco.
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