viernes, 26 de mayo de 2017

9/11 – 11/9

Los desafíos me encienden, aunque no me sienta obligado a hacerlo termino comentando la experiencia de observar lo expuesto en un museo, galería o muestra. Siempre he dicho que si una exposición motiva, nada me detiene para decir algo, pero si por el contrario no me ancla, pasará desapercibida pues no mueve una sola neurona para sentarme a escribir lo que pienso o aprecio de lo visto, aún así no me gusta auto-denominarme crítico de arte pues no lo soy. Cuando me enteré en redes sociales acerca de esta muestra con un título tan Sui generis, advertí el fuego del reto, y la visité al día siguiente de la inauguración. Al caminar y ponerme delante de cada propuesta, pensé en diálogos entre los espacios y las voces que emergen de las obras, me pareció avanzar entre los vericuetos del laberinto, alce la mirada, viré de lado, y las piezas infundieron, por un lado contención, y por otro fuerza para reflexionar sobre el título, los autores, y el arte de estas décadas del siglo XXI y el tercer milenio.

Vista de Sala 1. Foto de Adriana Artavia, cortesía del MADC.

El título del proyecto en Sala 1 del Museo de Arte y Diseño Contemporáneo (MADC), 9/11 – 11/9, exposición colectiva del 10 de mayo al 22 de julio 2017, curada por Daniel Soto, fijó mi atención en los umbrales del presente siglo -del cual ya hemos avanzado casi dos décadas-, con aquellos acontecimientos de la caída de las torres gemelas de World Trade Center en Nueva York, aquel fatídico once de setiembre de 2001; cavilé acerca del terrorismo, Isis, talibanes, Alcaeda. Es cuando el espacio del Museo se vuelve cuadrilátero, desencadena el combate, en mi caso personal el acto de caminar la muestra me sume en un momento de extrema concentración y veo encabritar las aguas del río de la interpretación del arte. Por lo general ocurre una regresión a algunos eventos vivenciales que en algún momento de la vida me afectaron y marcaron poniendo un piolín en la memoria personal. 

Vista de Sala 1. Foto de Adriana Artavia, cortesía del MADC.

Me engulle la espiral del tiempo y de pronto recuerdo eventos acaecidos que no se borran tan fácilmente, cuando desde lo alto de la visión o film de los recuerdos, en el presente caso me vi al interno de un autobús -cuando yo era estudiante en la ciudad de Roma-, y al transitar por la elegante “Via del Tritone”, sentí el estallido de una bomba terrorista puesta en una agencia de viajes y cercanías de la Embajada Americana, el bus se detuvo en tanto el tránsito colapsó, solo se movían las patrullas de la policía, vehículos de la cruz roja o bomberos, y al estar ahí eclipsado por la conmoción, sin poder salir, con aquel calor que provocan las personas apretujadas y encerradas en el infierno de la escena, me percaté de que todos ponían sus ojos sobre mi humanidad, sus miradas eran dagas y aguerridos comentarios que como torpedos se escapaban de entre las comisuras de sus labios y gestos de enfado, fue cuando me di cuenta que yo era el único extranjero entre ellos, quizás me creerían irakí, iraní, libio, sirio, palestino, yihadistas, de hezbollah, o de cualquier país de esos en la mira de Trump, incluso escuché a una anciana decir sin quitar el proyectil de sus ojos hacia mí: “esos extranjeros son los responsables de robarnos la paz”. Con eso vivencié la cuantía de las tensiones de ser migrante, aunque en mi caso me encontraba ahí con papeles en regla.

Vista de Sala 1. Foto de Adriana Artavia, cortesía del MADC.

De esta manera evocativa y cavilante comprendí el contenido de los textos escritos por el curador en sus esbozos teóricos, conceptuales y curatoriales, focalizando las problemáticas en las cuales el grupo de jóvenes artistas seleccionados para este proyecto, crearon sus obras, visualicé en la gran pantalla de la imaginación los escenarios donde enfocan sus visores estos artistas, dirigen sus investigaciones, sus deseos de externar por medio de un objeto que es portador del arte, su propia comprensión de la práctica artísticas en tiempos de fieras miradas y antagonismos políticos, sociales, religiosos, culturales, migratorios, de eternas luchas hegemónicas que se reescriben en la historia con nuevos nombres.

Albertine Stahl, “El año de la cámara digital para retratos personales”, 2017. Foto LFQ.

Aclaro que no haré una lectura pieza por pieza como una crónica de la visita al Museo, lo que traeré a mi comentario es la memoria del detenerme delante de cada una de las piezas y sus autores para reflexionar e imbricar el análisis de esos estamentos teóricos y expresivos. Pero tampoco puedo dejar de comentar acerca de los anclajes en el mar de los pensamientos de una persona mayor, como yo, que crecí en otros entornos o estructuras del arte y la cultura, que debí adecuarme a estos nuevos lenguajes y focalizaciones del fenómeno artístico que llamamos arte contemporáneo. Nunca como en ese día que visité el MADC, se encabritaron tanto mis percepciones, sin embargo me dispuse a observar cada obra, cada ficha, cada revelación, como la espera para poder salir fuera de aquel autobús entre vidrieras colapsadas, humo y aullidos de pitoretas y sirenas que marcaban la conmoción en una ciudad conmovida por el terror.

Pamela Hernández, “¿Qué es la felicidad?”, 2016-2017. Foto LFQ.

Los expositores y sus obras
Albertine Stahl, “El año de la cámara digital para retratos personales”, 2017. Christian Salablanca, “Kira al medio día”, 2015, y “Que nuestro placer de ser comidos sea más grande que el de otros”, 2017. Anna Matteucci Wo Ching, “De lejos”, 2016 – 2017. Róger Muñoz Rivas, Estudios 2015-2017, “Qué asco la naturaleza”. Mariela Richmond, silla “Sin título”, diseñada para la obra “La noche árabe” 2016, Colección Compañía Nacional de Teatro. Pamela Hernández, “¿Qué es la felicidad?”, 2016-2017. “Black Star Line”, 2017, de Marton Robinson. Diana Barquero, “Micropaisajes” 2017. Sara Mata “Verde Lluvioso”, “Amarillo Amanecer”, “Violeta Celaje”, 2017. Adolfo Ramírez, “Sin título”, 2016-2017. Emmanuel Zúñiga, “Proyección”, 2015; “Amarillo cadmio claro + Violeta magenta sobre Verde cobalto oscuro + Carmín permanente, 2017; Verde cobalto oscuro + Carmín permanente, sobre Amarillo cadmio claro + Violeta magenta”, 2017; Módulo cromático por complementarios” 2017;  Módulo en gris háptico, 2017; Pruebas de color y densidad, 2016 – 2017, Exploración técnica, Técnica mixta: acuarela, collage, fotografía análoga, paleta, bitácora y negativos fotográficos intervenidos con rapidógrafo. Todas son voces de estas décadas, hablan de interiorizaciones y comprensiones del fenómeno y práctica creativa de un mundo en tensión pero donde se produce, se expresa, se debate.

Diana Barquero, “Micropaisajes” 2017. Foto LFQ.

Prosigo: Alejandra Ramírez, Serie “A” 2016; Preludio sobre Lori, de la serie “B”, 2017. Wilson Ilama, Naïf Diorama, video digital, 2016-2017. Sergio Rojas, “Cómo mirar a un rey” (de la serie LagoLeón), 2017. Róger Muñoz Rivas, “En el nombre de los vegetales”, 2017. Andy Retana, “American Standard” Transferencia sobre porcelana comercial reutilizada y lustre de oro, 2017. Mariela Richmond, Alarma “Sin título”, diseñada para la obra “Desaire de elevadores”, 2015, Colaboración de Joan Villaperros. Andrés Gudiño, “Sin título”, 2017, con aquel agujero en la pared de una escenografía, incrementando la tensión, el deseo del bouyerista, el morbo pintado de rosa.

Andrés Gudiño, “Sin título”, 2017. Foto LFQ.

Todos estos nombres propios, fechas, títulos de obra, martillaban en mi conciencia y pensamiento, clamaban por mi atención. Como dije cada artista con sus registros implican el lenguaje del hoy, las técnicas, los procesos y uso de tecnología, recordarán con aliento o con odio la escuela, los profesores, el grupo de colegas y amigos, la teoría y crítica del arte, su posicionamiento estético, ideológico, religioso, los discursos de mayorías o minorías o de ubicarse al margen, inclusión o exclusión, argumentos que atañen al científico social, la hermenéutica, la tropología, la semiótica, la sexualidad, la territorialidad, Foucault, Augé, todo el marco de significados que ahí en el Museo, emergían y volvían a consumirse en las aguas. Cada pieza traía su propia esquirla, era portadora de la tensión e incertidumbre de movernos en la urbe actual. Cada una de esas piezas era portadora de su propio infierno, el de la colectividad, el propio nuestro, de quién detenta el poder con las armas, roba, secuestra y se vuelve sicario, pero también es el espacio donde acrecienta el fuego de quien ama y regenera ese “mundo” para paliarlo de las tantas y nocivas contingencias.
“Crecieron durante los 90´s -comenta Daniel Soto en sus reflexiones de curador-, vieron en vivo la caída de las Torres Gemelas, usaron un iPod para escuchar su música y el triunfo de Trump les genera incertidumbre”.
En ciertos recodos del laberinto museo, intuí que hacía falta curaduría, que no todo estaba resuelto, pero topé con otro texto de Daniel que lo explica: “El gesto inició como una revisión de dossier y entrevistas, pero desembocó en una exposición no comisariada; esto significa que las obras no fueron seleccionadas por parte de la curaduría, sino propuestas por los artistas y desarrolladas en conjunto, bajo un modelo de formación e investigación...”.

Sara Mata, “Amarillo Amanecer”, 2017. Foto cortesía del MADC.

¿Qué me deja la visita al Museo?
Importante preguntárselo siempre. Permanece el fogoso desafío de los jóvenes por defender su arte, por levantar la mano en la llanura de hacer cultura y hacerse visibles. Creo que el asunto de edad no calza con la realidad y la experiencia de algunos aventajados, como Salablanca, Gudiño, Pamela Hernández, la misma Barquero que aún exhibe en El Tanque, Sara Mata, Robinson, son nombres que asoman con frecuencia en el panorama cultura de San José, en Teorética, Despacio, el MAC o el MADC. Sin embargo el ejercicio es bueno, el espacio es óptimo para retarse entre sí y sobre todo retarnos a nosotros los espectadores ante un tiempo que quizás ellos necesiten mayor distancia para comprender en qué aguas nadan.











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